Lo que llamamos
democracia comienza a parecerse tristemente al paño solemne que cubre el
féretro donde ya está descomponiéndose el cadáver. Reinventemos, pues, la
democracia, antes de que sea demasiado tarde. José Saramago, 2009
Hace diez años apenas, los mexicanos creímos que la tan ansiada democracia
había llegado para quedarse. Era el año 2000 y Vicente Fox, panista, se alzaba
con el triunfo y terminaba con 70 años de autoritarismo priista.
La noticia corrió como reguero de pólvora en todo el mundo: México, el país de
la dictadura perfecta—según Mario Vargas Llosa—avanzaba en sus afanes
democráticos después de varios intentos fallidos y de sucesivas reformas
electorales.
Poco antes, luego de la ciudadanización del Instituto Federal Electoral en
nombre de la democracia, las elecciones, sus resultados, empezaban a dar
certeza a los votantes. Atrás quedaban los tiempos del fraude, la era de la
democracia disfrazada.
Las diversas formas del fraude electoral (de una de ellas fui testigo
presencial en 1988) habían pasado a la historia: urnas embarazadas, ratón loco,
carrusel, padrón rasurado y, entre muchas otras —para asegurar que el PRI se
mantuviera en el poder— todavía se tenía el recurso de hacer trampa cibernética
o, simplemente, desconectar las computadoras (recuérdese la “caída del
sistema”).
Ha pasado una década desde aquel día de furor democrático, pero aún están
claras en la memoria las imágenes del féretro en el que se enterraría al PRI y
su Gobierno autoritario, transportado por cientos de manos en el Ángel de la Independencia
durante el festejo apoteósico del 2 de julio en la Ciudad de México. Hoy, en el
año de las conmemoraciones por el Centenario del inicio de la Revolución y el
Bicentenario del inicio de la Independencia, la realidad es otra y la
percepción social también.
La democracia que se pondera en los discursos políticos no es tal, no es la que
queremos, a la que aspiramos, no es la posible, mucho menos la ideal. A fuerza
de corromper el concepto, la democracia de la que hablan los gobernantes en
nuestro país se ha vuelto contra sí misma; es la mínima necesaria para mantener
las cosas como están, para continuar con la simulación electoral y el dizque
fortalecimiento de las instituciones responsables.
Es la democracia que les sirve para continuar con la careta de la defensa de
los derechos humanos; una democracia raída y enferma mientras se enarbola la
bandera virtual de la representación y, eso sí, se goza de los privilegios de
la clase política.
Una democracia perfecta para ellos, que desde el poder ignoran los reclamos
sociales y las propuestas ciudadanas; que desde sus curules archivan leyes que
no les convienen… en nombre de la democracia. Los legisladores en México son
como aquellos de la Francia postrevolucionaria que convirtieron a la Asamblea de
los Representantes del Pueblo en una dictadura.
¿Democracia?
Estamos a unos días de cumplir un año de las elecciones de julio de 2009. Un
proceso electoral inédito por la fuerza de la sociedad organizada que logró
convocar a miles de mexicanos a anular su voto o, de plano, a no votar, en un
hecho que, creíamos, había llamado la atención y preocupado a la clase
política, a los partidos. Nos equivocamos. Y nos equivocamos tanto, que los
procesos electorales locales que desembocarán en los comicios del 4 de julio
próximo, han estado marcados por una intervención burda e inescrupulosa de las
dirigencias nacionales de los partidos políticos (las repercusiones de las
elecciones en los estados han dejado de ser estrictamente locales) y por la
guerra sucia al más alto nivel con acusaciones desde todos los flancos incluido
el Ejecutivo federal como blanco, actor y atacante.
Vidas y tiempo ha costado el proceso de democratización de la sociedad
mexicana, de su sistema político, de su cultura; y ha generado desgaste,
desazón, apatía, incertidumbre, desesperación y desesperanza; molestias e
indignación pero también en muchos, muchos más de los que nos imaginamos, ha
despertado el sentido de urgencia y una decisión férrea por participar contra
viento y marea a favor de una transformación real y trascendente.
A lo largo de nuestra historia hemos pasado por sacrificios, invasiones,
conquista, dominación, sometimiento y represión; imposiciones y manipulación;
saqueo. Hemos experimentado el caos, la pérdida de territorio; hemos sufrido la
guerra entre nosotros.
Padecemos ahora el agotamiento de los recursos naturales y enfrentamos además
otra guerra, de distinto orden, que no queremos, que se prolonga y nos amenaza
como nación y como individuos… estamos a un paso de ser un Estado fallido
(según la medición de la Fundación por la Paz y Foreign Policy,
http://www.fundforpeace.org/web/).
Y de pronto, a pesar de los claros avances, del trabajo cotidiano de cientos de
manos anónimas en nombre de la democracia, es fácil darse cuenta de que
nuestras aspiraciones no son las convencionales simplemente si revisamos cómo
es esa democracia en México.
Hace poco más de un año, a unos días de las elecciones del 5 de julio,
preguntaba sobre la democracia y los cuestionamientos persisten, es decir, no
ha cambiado nada aun cuando se discute una reforma política dizque alimentada
por las demandas ciudadanas (“¿Democracia?”, El Informador, 20 de junio de 2009).
Entonces me refería a que a pesar de que los ciudadanos mexicanos votemos,
realmente no decidimos quiénes serán nuestros gobernantes o nuestros
legisladores. En los procesos preelectorales, cuando los partidos trabajan en
la definición de sus candidatos, otras fuerzas, otros poderes, influyen en las
decisiones finales. Fuerzas y poderes ajenos a la ciudadanía por supuesto.
Y pasada la jornada electoral, cuando los ganadores asumen sus puestos, al
minuto siguiente del juramento frente a la Constitución dejan de representar,
de hecho, al pueblo al que se deben, responden a intereses de partido y operan
sólo en función del proceso electoral que sigue, sea local o federal.
Después del 5 de julio de 2009, con una “nueva” clase política en el Poder
Legislativo, los mexicanos sabemos de negociaciones perversas, de acuerdos bajo
el agua y alianzas incomprensibles… ¿esto es democracia? No lo creo.
Bandera
En México y en otras naciones incluso en las “desarrolladas”, cada vez más me
convenzo de que para los gobernantes, para los legisladores, para los
dirigentes de los partidos políticos y para los poderes fácticos, la democracia
es sólo un pretexto que se oye bien pero es una palabra cuyo significado,
reitero, ha sido desconocido, adulterado, prostituido, manoseado, manipulado,
desgastado, carcomido.
No es la democracia o la aspiración a la democracia lo que mueve al
mundo, no, aunque se eche por delante. La democracia se porta como estandarte
al frente de un batallón cuyas causas son los intereses económicos y, en
función de ello, se inician y prolongan guerras con miles de muertos y se
toleran el narcotráfico, el comercio ilegal de armas y la trata de personas; el
crimen organizado y la piratería transnacionales; la explotación irracional de
los recursos naturales y las violaciones de los derechos humanos… la pobreza
extrema y la drogadicción. Bien dijo José Saramago en una entrevista para El Mundo (Madrid, 6 de diciembre de
1998): “Nosotros estamos asistiendo a lo que llamaría la muerte del ciudadano
y, en su lugar, lo que tenemos y, cada vez más, es el cliente”.
El mundo occidental se jacta de ser democrático y se llega al extremo de
intervenir, en nombre de la democracia, en los países que desde su punto de
vista no lo son, con guerras o bloqueos económicos o “recomendaciones”. Y ahí
está la postura de Samuel Huntington en “La tercera ola, la democratización a
finales del siglo XX” (1991), en donde afirmaba (después escribió El choque de las civilizaciones y la
reconfiguración del orden mundial) que por la creciente expansión del
catolicismo, la caída del muro de Berlín y la hegemonía estadounidense en el
mundo se podía ser optimista ante el proceso de expansión mundial de la
democracia, a pesar del obstáculo que significaba el islamismo.
Decía Huntington también que la tercera ola de la democracia era superior a la
contraola autoritaria y con modelos matemáticos concluía que era mayor el
número de naciones con regímenes democráticos porque habían dejado sus sistemas
autoritarios.
No bastan los números ni los indicadores. Hay que vivir y saber cómo se ejercen
las democracias de país a país.
Si la democracia fuera lo que dicen, si la palabra que tan fácilmente
pronuncian y repiten encerrara un significado real y congruente con sus valores
implícitos, si no hubiera conflictos armados y hambre en su nombre… la
democracia participativa hoy no sería un reclamo y lo es, porque desde el
poder, que se basta a sí mismo escudado con el parapeto de la sociedad, se
pretende controlar todo y se controla todo, mientras mantiene a las masas
“obedientes y apáticas” (El miedo a la
democracia, Noam Chomsky, 1991).
La bandera de la democracia desde quienes se dicen sus defensores, está
desgastada, la tela sucia y raída, mancillada, manchada, horadada.
La democracia contra sí misma
No hay sistemas políticos nuevos a la mano. Desde el lado “democrático” del
orbe no se avizora una forma distinta de organizarnos para vivir bien, en paz y
armonía. Y ante la insuficiencia de los Estados democráticos para dar estas
respuestas a las “masas obedientes y apáticas” (agrego, ignorantes) es la
democracia participativa un reclamo que cunde y que en algunos países es una
realidad.
Pero no es suficiente o ¿de qué sirve una iniciativa popular resultado del
esfuerzo y la gestión ciudadana para que al llegar al Poder Legislativo sea
desechada?
Cito de nuevo a José Saramago, el escritor y pensador portugués que dedicó
buena parte de su obra a la humanidad y a la democracia. La cita que abre este
artículo es contundente (Formación I y II, en El cuaderno de Saramago —blog— 25 y 26 de junio de 2009) y sus preocupaciones
con respecto a la universidad y la democracia lo llevaron a escribir un libro
con ese tema: “Democracia y universidad”, del que se da noticia en el blog El cuaderno de Saramago el 15 de junio
de 2010, días antes de su fallecimiento.
El escritor portugués exige a las universidades asumir su papel en la formación
de las nuevas generaciones: “La universidad es el último tramo formativo en el
que el estudiante se puede convertir, con plena conciencia, en ciudadano; es el
lugar de debate, donde, por definición, el espíritu crítico tiene que florecer:
un lugar de confrontación, no una isla donde el alumno desembarca para salir
con un diploma.
“No se trata sólo de instruir, sino de educar. Y, desde dentro, repercutir en
la sociedad. Aprendizaje de la ciudadanía, eso es lo que creo sinceramente que
falta. Porque, queramos o no, la democracia está enferma, gravemente enferma, y
no es que yo lo diga, basta mirar el mundo...” (“Democracia y universidad”,
2010). Ante un escenario de puertas cerradas y ventanas tapiadas, Saramago
apela a las universidades aun cuando —y seguramente lo sabía— muchas de ellas
en el mundo están en manos de mafias ilustradas que lejos de propiciar el
aprendizaje de la ciudadanía, impulsan la alienación.
El margen de maniobra es escaso y, en este contexto, el panorama en México
todavía más desalentador. Este mal estado de salud de la democracia es, en gran
medida, resultado de la descomposición mundial de la clase política, de su
claudicación ante el poder económico. Noticias de corrupción de gobernantes,
legisladores y políticos en general, nos llegan todos los días de diversas
partes del mundo: Italia, Grecia, Gran Bretaña, España, Estados Unidos y
México, entre muchos otros. Todos países democráticos ¿alguien lo duda?
Los embates contra la democracia no vienen de fuera. Es la democracia contra sí
misma.