Continuum
Renovación constante
Laura Castro Golarte[1]
La organización de las elecciones en
México ha estado sometida a sucesivos cambios, más o menos significativos,
desde fines de los años setenta del siglo pasado; no abordaré aquí el paso de
las elecciones indirectas a las directas, ni las limitaciones para ejercer el
sufragio que se imponían a los ciudadanos en el siglo XIX, ni la resistencia y
posterior “permiso” para que las mujeres pudieran votar o las reformas en los
años sesenta para garantizar la permanencia del PRI como partido hegemónico.
Todos son, sin
dudas, aspectos importantes en la historia de las elecciones en México, sin
embargo, dada la información coyuntural, quiero mejor llamar la atención sobre
esto: las reformas han sido constantes porque se trata de un quehacer nacional
dinámico y sujeto a revisiones de forma permanente, justo por la manera en que
se ha dado. Quizá muchas personas no lo recuerden o se trata de nuevas
generaciones que no disponen de tal información, pero toda la parafernalia
electoral ha estado sometida a constantes modificaciones y reformas: 1964,
1977, 1987, 1990, 1993, 1996, 2008, 2012, 2014 y 2020 más la que se discute.
Aun cuando en el
sexenio de José López Portillo (1976-1982) los cambios legales en materia
electoral abrieron el espectro de la participación política a través de otros partidos,
la organización de los comicios siguió bajo el control del Gobierno federal. La
máxima autoridad en la materia era la Secretaría de Gobernación y así lo fue entre
1946 y 1996. Cincuenta años de control directo para asegurar que el PRI siguiera
en el poder con mayoría absoluta y calificada en el Congreso, por supuesto.
Esta realidad fue la que llevó a Vargas Llosa a afirmar que el gobierno de
México era una dictadura perfecta.
En este periodo
las reformas en materia electoral han sido alrededor de una decena. Algunas de
ellas regresivas, particularmente las tres anteriores a la de 1996; y otras han
representado logros y avances fundamentales en materia de equidad y género por
ejemplo. Aun así, siempre hay pendientes: lagunas que llenar, defectos que
corregir, nuevas realidades que asumir, blindajes que diseñar; grietas, por
donde se podría colar un fraude electoral, que sellar; innovaciones para
modernizar y mejorar, entre otros aspectos que de pronto y, apenas, saltan a
partir de la última elección.
En México, lo
sabemos, más tarda en estrenarse un marco legal para las elecciones que vienen,
que los partidos en buscar la manera de darle la vuelta. En nuestro país las
leyes electorales deben estar en constante renovación y cambio. No hay de otra.
Ojalá el ingenio para violar la ley, elección tras elección, se usara en actividades
más creativas, honestas y de beneficio generalizado. El IFE funcionaba bien,
más todavía con la creación del servicio electoral de carrera, pero como sí
estaba dando resultados a favor de un sistema plural, transparente y cada vez
más robusto, los partidos se propusieron, con una disciplina que pasma, echarlo
a perder. La reforma que se anuncia no es para desgarrarse las vestiduras, es
parte de un proceso permanente. Están en la mira las propuestas y los actores.
Alguna vez entrevisté a José Woldenberg, justo en el proceso electoral del año 2000 cuyos resultados fueron históricos, y él me dijo en aquella entrevista: “La confianza no se gana de una vez y para siempre” es un edificio que hay que construir y reconstruir todos los días.
* Columna publicada el 12 de junio de 2022 en el Semanario de la Arquidiócesis de Guadalajara.