Ciudad Adentro
LAURA CASTRO GOLARTE (lauracastro05@gmail.com)
Pensar en fray Antonio Alcalde siempre es un oasis, un respiro en la vida cotidiana, siempre ejemplo pese al paso del tiempo; pertinente, oportuno, como sólo alguien como él podría llegar a ser a través de lustros y décadas y siglos.
Por si
fuera poco, resulta que en las actuales circunstancias también es inspiración y
ojalá fuera más inspiración en gobernantes que toman decisiones que nos afectan
a todos; o que se conducen como si no fueran responsables de la salud y la vida
de cientos de miles de personas y hacen sus cálculos políticos con desfachatez
y cinismo. Sí, esos mismos que se dicen ahora admiradores y seguidores de fray
Antonio Alcalde, pero en los hechos hacen lo contrario. Ahora sí que, se tenía
que decir...
En
Yucatán, fray Antonio Alcalde fue obispo entre 1763 y 1771 y le tocó enfrentar
grandes problemas, como la plaga de langostas que acabó con las cosechas y causó
hambre y enfermedades. Según registros históricos, esta contingencia duró dos
años: 1769 y 1770 pero el mismo fraile en una carta que le escribe al
secretario de Indias, Julián de Arriaga, habla de seis: “Las circunstancias en
que aquí nos hallamos son tan deplorables y universales que comprimen mi
corazón y por todas partes me cercan como dolores de infierno sin el menor
consuelo. La multitud de langosta obscurece el sol, y va para seis años esta
plaga; el hambre crece, las enfermedades aumentan, empieza la peste,
especialmente en Tabasco donde los cadáveres no caben en los templos; y la
mayor parte de estas provincias se retiran a los montes en busca de frutas para
sustento”. Este fragmento lo reproduce Mariano San José Diez en la biografía
que sobre el vigésimo segundo de Guadalajara escribió en 1992.
Es de
suponer que una contingencia de esta magnitud no la había experimentado Alcalde
en su ya larga vida: en 1769 el dominico tenía 68 de edad. ¿Qué hizo el obispo?
Tomó decisiones y ordenó acciones para paliar el hambre de la gente. No pidió
prestado ni le echó la culpa a nadie. Se entregó de lleno a trabajar y a ayudar
a la gente que más lo necesitaba, independientemente de lo que hiciera o dejara
de hacer la autoridad civil. De las rentas episcopales destinó 64 mil pesos plata
de hace más de dos siglos para comprar maíz en Jamaica y que nadie,
particularmente los mayas, no pasaran hambre; regresó lo que había recaudado de
diezmos, lo regresó. Aparte y dicho sea de paso, aprendió a hablar maya y
recorrió la diócesis que, si bien no era tan grande como la de Guadalajara, era
de la mitad de la extensión que tiene España, alrededor de 228 mil kilómetros
cuadrados.
Poco más
de tres lustros después, Alcalde, ya como obispo en la Nueva Galicia
(1771-1792), enfrentó lo que se conoce como el año del hambre y la peste.
Fueron tiempos muy difíciles, pero el fraile no se arredró. El dominico tenía
que lidiar, además, con una diócesis gigantesca, unas reformas borbónicas que
le restaban poder a la iglesia católica, las exigencias crecientes de
recaudación y envío de diezmos al rey y otras carencias urgentes que afectaban
a la grey.
En 1785
se adelantaron las heladas y se quemaron las cosechas: hambre. De inmediato, fray
Antonio Alcalde destinó recursos para la compra de maíz y frijol, sobre todo;
organizó a los comerciantes para que unidos pudieran surtir de víveres los
mercados y, al llegar la peste o la “bola”, se dio cuenta de que el Hospital
Real de San Miguel de Belén no era suficiente ni estaba bien ubicado, donde se
encuentra ahora el Mercado Corona. Las gestiones para un nuevo hospital, más
grande y en otro sitio, se convirtieron en prioridad para el fraile de la
calavera. Si el año del hambre y de la peste fue entre 1785 y 1786, en 1787
empezó la construcción del nosocomio, exactamente con la planta y la
localización que conocemos ahora después de 227 años, justo un año menos que el
aniversario del fallecimiento de fray Antonio Alcalde y Barriga, que se cumplió
ayer: 228 años.
Su obra y
su legado son de una vigencia que pasma, aunque sí, son otros tiempos. Ojalá
nuestros gobernantes tuvieran esa mística y esa claridad en la entrega y
espíritu de servicio; esa determinación ciega por cumplir con una vocación y con
una misión que implica olvidarse de las aspiraciones personales para dedicarse
de lleno a paliar el sufrimiento del otro, del prójimo, de los feligreses en el
caso de Alcalde; de los ciudadanos en el caso de los mandatarios de hoy.
Tendrían
que seguir el ejemplo de Alcalde (cuya memoria dicen honrar) a pie juntillas,
sin distracciones ni cálculos mundanos, sin ambiciones incomprensibles, innecesarias,
indeseables y reprobables en un contexto de contingencia, cuando son la salud y
la vida de las personas las que están en riesgo. Hay que regresar a Alcalde, de
verdad, honestamente, sin hipocresías ni demagogia.
Columna publicada en El Informador el sábado 8 de agosto de 2020.