sábado, 8 de agosto de 2020

Alcalde: 228 años

Ciudad Adentro

LAURA CASTRO GOLARTE (lauracastro05@gmail.com)


Pensar en fray Antonio Alcalde siempre es un oasis, un respiro en la vida cotidiana, siempre ejemplo pese al paso del tiempo; pertinente, oportuno, como sólo alguien como él podría llegar a ser a través de lustros y décadas y siglos.

Por si fuera poco, resulta que en las actuales circunstancias también es inspiración y ojalá fuera más inspiración en gobernantes que toman decisiones que nos afectan a todos; o que se conducen como si no fueran responsables de la salud y la vida de cientos de miles de personas y hacen sus cálculos políticos con desfachatez y cinismo. Sí, esos mismos que se dicen ahora admiradores y seguidores de fray Antonio Alcalde, pero en los hechos hacen lo contrario. Ahora sí que, se tenía que decir...

En Yucatán, fray Antonio Alcalde fue obispo entre 1763 y 1771 y le tocó enfrentar grandes problemas, como la plaga de langostas que acabó con las cosechas y causó hambre y enfermedades. Según registros históricos, esta contingencia duró dos años: 1769 y 1770 pero el mismo fraile en una carta que le escribe al secretario de Indias, Julián de Arriaga, habla de seis: “Las circunstancias en que aquí nos hallamos son tan deplorables y universales que comprimen mi corazón y por todas partes me cercan como dolores de infierno sin el menor consuelo. La multitud de langosta obscurece el sol, y va para seis años esta plaga; el hambre crece, las enfermedades aumentan, empieza la peste, especialmente en Tabasco donde los cadáveres no caben en los templos; y la mayor parte de estas provincias se retiran a los montes en busca de frutas para sustento”. Este fragmento lo reproduce Mariano San José Diez en la biografía que sobre el vigésimo segundo de Guadalajara escribió en 1992.

Es de suponer que una contingencia de esta magnitud no la había experimentado Alcalde en su ya larga vida: en 1769 el dominico tenía 68 de edad. ¿Qué hizo el obispo? Tomó decisiones y ordenó acciones para paliar el hambre de la gente. No pidió prestado ni le echó la culpa a nadie. Se entregó de lleno a trabajar y a ayudar a la gente que más lo necesitaba, independientemente de lo que hiciera o dejara de hacer la autoridad civil. De las rentas episcopales destinó 64 mil pesos plata de hace más de dos siglos para comprar maíz en Jamaica y que nadie, particularmente los mayas, no pasaran hambre; regresó lo que había recaudado de diezmos, lo regresó. Aparte y dicho sea de paso, aprendió a hablar maya y recorrió la diócesis que, si bien no era tan grande como la de Guadalajara, era de la mitad de la extensión que tiene España, alrededor de 228 mil kilómetros cuadrados.

Poco más de tres lustros después, Alcalde, ya como obispo en la Nueva Galicia (1771-1792), enfrentó lo que se conoce como el año del hambre y la peste. Fueron tiempos muy difíciles, pero el fraile no se arredró. El dominico tenía que lidiar, además, con una diócesis gigantesca, unas reformas borbónicas que le restaban poder a la iglesia católica, las exigencias crecientes de recaudación y envío de diezmos al rey y otras carencias urgentes que afectaban a la grey.

En 1785 se adelantaron las heladas y se quemaron las cosechas: hambre. De inmediato, fray Antonio Alcalde destinó recursos para la compra de maíz y frijol, sobre todo; organizó a los comerciantes para que unidos pudieran surtir de víveres los mercados y, al llegar la peste o la “bola”, se dio cuenta de que el Hospital Real de San Miguel de Belén no era suficiente ni estaba bien ubicado, donde se encuentra ahora el Mercado Corona. Las gestiones para un nuevo hospital, más grande y en otro sitio, se convirtieron en prioridad para el fraile de la calavera. Si el año del hambre y de la peste fue entre 1785 y 1786, en 1787 empezó la construcción del nosocomio, exactamente con la planta y la localización que conocemos ahora después de 227 años, justo un año menos que el aniversario del fallecimiento de fray Antonio Alcalde y Barriga, que se cumplió ayer: 228 años.

Su obra y su legado son de una vigencia que pasma, aunque sí, son otros tiempos. Ojalá nuestros gobernantes tuvieran esa mística y esa claridad en la entrega y espíritu de servicio; esa determinación ciega por cumplir con una vocación y con una misión que implica olvidarse de las aspiraciones personales para dedicarse de lleno a paliar el sufrimiento del otro, del prójimo, de los feligreses en el caso de Alcalde; de los ciudadanos en el caso de los mandatarios de hoy.

Tendrían que seguir el ejemplo de Alcalde (cuya memoria dicen honrar) a pie juntillas, sin distracciones ni cálculos mundanos, sin ambiciones incomprensibles, innecesarias, indeseables y reprobables en un contexto de contingencia, cuando son la salud y la vida de las personas las que están en riesgo. Hay que regresar a Alcalde, de verdad, honestamente, sin hipocresías ni demagogia.


Columna publicada en El Informador el sábado 8 de agosto de 2020.

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