La región vitivinícola del Valle de Guadalupe
Entre el mar y el desierto, un paraíso
Valeria Durán
En
menos de un año visité, tres veces, el territorio de Baja California, desde el norte
hasta el sur, y no deja de admirarme la belleza de la región, la calidez de su
gente y la inmensidad de México, que se hace presente en este brazo de tierra. Parece
increíble que estando bordeado por mar casi en su totalidad, 70 % del ecosistema
de la península sea desértico, y que, justo allí, en la región más noroeste del
estado, entre los municipios de Tecate y Ensenada, se encuentre el Valle de
Guadalupe, espacio vitivinícola fundamental donde se produce cerca del 90 % del
vino nacional.
El
Valle de Guadalupe forma parte de la llamada Ruta
del Vino de Baja California, que se extiende
en un corredor
discontinuo que va de norte a sur y
atraviesa los
municipios de Tecate,
Tijuana y Ensenada. Se compone de ocho
valles: Tijuana, Tecate, Guadalupe, El Tule, Ojos Negros, Uruapan, Santo Tomás y San Vicente, donde la vista no alcanza a contemplar el final de las casi cuatro mil hectáreas
de tierra cobriza sembradas con vides a uno y otro lado de la carretera o la cantidad de viñedos
camuflados espectacularmente en el área que abarca el corredor; una cosa es leer
el numero y otra muy diferente estar parado allí.
En este
marco, emerge un nuevo turismo llamado
“alternativo”, en el cual se ubica al turismo
cultural, rural, agroturismo y enoturismo,
que enarbola prácticas más respetuosas con
el entorno y muestra mayor interés por
la cultura, la gastronomía, las tradiciones locales y
el vino.
La Ruta del Vino es, por
tanto, una experiencia que encanta los sentidos, además, permite
apoyar económica, social y culturalmente al sector
agrícola. Sin embargo, hay que reconocer, que aún así, las grandes diferencias
socioculturales siguen siendo ostensibles en el área.
La actividad vitivinícola surgió a
principios del siglo XVIII, cuando, con la encomienda
de evangelizar las nuevas tierras, los jesuitas comenzaron
la construcción de misiones
en Baja California. Una vez
instalados, desarrollaron en el valle la ocupación que habían realizado por más
de dos siglos, la producción del vino, iniciando así la
vitivinicultura en la región.
Tras la expulsión de los jesuitas
en 1767, los dominicos continuaron con las
labores inconclusas, administraron las misiones
ya edificadas e incluso, entre 1780 y 1840, construyeron
otras nueve misiones, de las cuales tres
se cimentaron en la zona que hoy es
conocida como La Ruta del Vino: la
Misión de San Vicente Ferrer en el
Valle de San Vicente; la de Santo
Tomás de Aquino, fundada por el padre
Fray José Loriente en el Valle de
Santo Tomás y; la de Nuestra Señora
de Guadalupe, en el Valle de Guadalupe.
El lugar donde se
construían las misiones debía reunir tres
condiciones: tener suficiente agua, estar
cerca de una o más localidades indígenas
y tener acceso terrestre a otra
misión ya establecida. En 1760 por lo
menos había cinco misiones en Baja
California en las
que se producía vino, principalmente para consagrar, una de
las tareas propias de los sacerdotes con el propósito añadido de evangelizar.
En 1857, Loreto Amador
compró al Gobierno federal
los terrenos misionales del rancho Los Dolores, allí, se
ubicaba la Misión de Santo Tomás de Aquino que había
sido abandonada en 1849. Amador adquirió la propiedad
solicitando un crédito a los señores Francisco
Andonaegui y Miguel Ormart.
Poco después, en 1885, Andonaegui promovió un juicio contra los herederos de Amador y tres años después, en 1888, Andonaegui y Ormart fundaron oficialmente la primera vinícola de Baja California: Bodegas de Santo Tomás. Con esto comenzó, incipientemente aún, el desarrollo de la industria vitivinícola en la península.
Otro suceso que
inevitablemente incorporó valor cultural a
la actual Ruta del Vino, fue la llegada de los
rusos al Valle de
Guadalupe. Con la
entrada en vigor de las leyes de desamortización de
1859 que permitían la venta de terrenos
baldíos en Baja California para su colonización, numerosos extranjeros
de todo el mundo
llegaron al Valle de Guadalupe, entre ellos los rusos
molokanes.
Al principio cultivaban
trigo y cebada para el consumo familiar y
para pagar las deudas que habían
adquirido por la compra de los terrenos. Sin embargo,
por las sequías y el empobrecimiento
de la tierra, años más tarde, se
vieron obligados a experimentar con otros
cultivos. Hacia el año de 1917 se plantó el primer
viñedo ruso en el Valle de Guadalupe, lo hizo Jorge Afonin.
Para 1950 existían
cerca de 12 casas vitivinícolas en
Baja California. Las empresas que entonces
ya producían vino de manera industrial eran
las bodegas: Santo Tomás, Miramar, Terrasola y
Urbiñón en los valles de Ensenada; y Vinícola
Regional, Bodegas
Cetto y Murúa Martínez en Tijuana; y Rancho
Viejo, La Providencia y Vinícola de Tecate
en Tecate. Desde entonces la producción
de vino se convirtió en la principal actividad socioeconómica
en los valles de Baja California.
Entre 1960 y 1970
se establecieron las grandes empresas
vitivinícolas en los valles, Bodegas Miramar, Casa Domecq
y L.A. Cetto; para 1980 y 1990 se
dio el crecimiento de casas vitivinícolas más pequeñas como
Monte Xanic, Cavas Valmar, Vinos Roganto,
Mogor Badán, Casa
Liceaga, Chateau Camou, Barón Balché,
Viñedos Lafarga, Paralelo, Casa de
Piedra, Villa Pijoan,
Villa Montefiori, Adobe Guadalupe,
Pasionbiba, Vinos Shimul, Vinos Bibayoff, Vinícola Don Juan, Vinos Sueños,
Vinícola JC Bravo, entre otras.
En la región de
la Ruta del Vino confluyen las historias
de las comunidades indígenas de Baja
California, las tradiciones de los rusos
molokanes, las misiones jesuitas y su herencia para la
industria vitivinícola actual.
Para dimensionar la
importancia de la producción de vino,
se destaca que en esta zona existen alrededor de 138 empresas
vinícolas, que en conjunto, en 2017, registraron una producción estimada de 18
millones de litros de vino de las uvas Cabernet Sauvignon, Chardonnay, Chenin Blanc,
Tempranillo, Merlot, Nebbiolo, Red Globe, Rubi Cabernet, y Grenache, entre otras.
Los principales destinos comerciales de los vinos
bajacalifornianos son, La Ciudad de México, Monterrey y Guadalajara, en la República
Mexicana y California en Estados Unidos. Sin embargo, según Euromonitor, las
vitivinícolas nacionales pierden gran parte del mercado debido a que el 70% del
consumo de vino en el país se importa desde España, Francia, Chile, Argentina y
Estados Unidos.
Más cabe destacar, que
las casas productoras de vino de la región,
han recibido más de 300 premios internacionales. Y no es de asombrar, ya que
algunos de los vinos que se ofrecen en la región son de un excelente sabor y
factura. Sea tinto, rosado o blanco sus colores son brillantes y sus sabores
jóvenes, invitan a seguir degustando y conociendo la producción de otras casas.
Año tras año, en
el mes de agosto, los gobiernos estatal
y municipal, en
conjunto con las principales casas
productoras, organizan las fiestas de la vendimia, cuya variedad de eventos como
el concurso de paellas o de vinos además de conciertos,
les ha valido el reconocimiento internacional, pero,
no hay que esperar a agosto para recorrer el valle ya que, actualmente se
cuenta con un calendario de más de
100 actividades entre abril y noviembre, y los restaurantes y casas
reciben gente todo el año.
Mención honorífica merece el servicio en cada
una de las vitivinícolas, restaurantes y hoteles; atendidos en su mayoría por
gente de corta edad, que ponen especial esmero en convertir la estancia de los
asistentes en una experiencia memorable, siempre con buena disposición y una
sonrisa en la boca, mientras van y
vienen dejando en las mesas copas rellenas con vino, o deliciosos platillos la
mayoría de autor, igual se come un pato que unos deliciosos mariscos montados
en sopes o en camas de reducción de pétalos de rosas. Todo allí es un manjar.
Otro aspecto que llama la atención, y en
algunas de las casas vinícolas es en verdad impresionante es la arquitectura.
Las construcciones, hechas de madera, mucha de la cual se obtiene de las
barricas que han caído en desuso, y de piedra de la región, están diseñadas
estratégicamente para conservar la armonía con el paisaje y despertar el
asombro de los paseantes, que al entrar por largos caminos de terracería no
imaginamos que al final, encontraremos semejantes edificaciones.
A
pesar de que todas las casas vinícolas, hoteles y restaurantes tienen el mismo
estilo, minimalista, algo industrial, con los mismos materiales de
construcción, cada una tiene su personalidad propia, ya sea por la decoración—que
incluye paredes completas hechas de botellas de vino o coloridos mosaicos
colocados en pisos y paredes dándole un toque muy mexicano al lugar— o por la
iluminación, cada una tiene su atractivo y calidez propios.
Las
cavas, subterráneas, rodeadas de muros de roca, encierran pocas o muchas
barricas o botellas dependiendo del tamaño. La de “3 mujeres”, pequeña y
delicada, decorada con uno que otro espantasueños, invita a quedarse allí, es
como estar en casa, degustando un delicioso vino, mientras la enóloga explica
las uvas que lo componen y cómo lo elaboraron.
Así
concluyo una visita más a Baja California con su montón de sorpresas guardadas
entre el mar y el desierto.
Segura estoy de que no será la última vez.
NOTA: Todos los textos de mis alumnos publicados en este espacio no tienen otro propósito más que difundir su trabajo y todos dieron su consentimiento.