Ciudad adentro
No sé si todavía, pero en algunos países que se estrenaban o gozaban de una
democracia plena o en proceso de consolidación (si es que se puede hablar de
democracias consolidadas), el día de las elecciones era una fiesta. La gente
salía a las calles a apoyar a uno o a otro candidato, segura de su decisión,
sin que nadie saltara a decir que se estaba orientando el sentido del sufragio.
Costa Rica es un ejemplo.
En México, las elecciones eran un evento rutinario y monótono antes de las
grandes reformas de la década de los noventa. Pocos ciudadanos salían a votar y
no importaba a favor de quién se cruzara la boleta, prevalecía una actitud como
de derrota, aun cuando se votara por el partido hegemónico, es decir, ya se
sabía qué partido ganaría, no había incertidumbre sobre el resultado ni emoción
alguna. Cada tres años se cumplía con esa cita, nada más porque sí, porque así
se hizo por generaciones.
A finales de la década de los ochenta todo cambió y luego del proceso
electoral de 1988 se impulsaron modificaciones que empezaron a despertar esperanzas
entre la sociedad, apenitas.
A partir de esa experiencia y de la actuación, ahora sí actuación, de los
opositores políticos, se emprendieron reformas que llevaron a que la ciudadanía
saliera del letargo electoral para entrar en una especie de euforia que fue in crescendo. Al principio mesurada y
tímida, temerosa incluso; y hacia el año 2000, totalmente desbordada.
Vicente Fox se convirtió en un fenómeno que arrastró multitudes, la
ciudadanía acarició la posibilidad de un cambio radical y el voto útil hizo la
diferencia. Fue derrotado el PRI, expulsado de Los Pinos y de Palacio Nacional.
Todavía recuerdo aquel día del año 2000. Desde el centro del país me tocó
ser testigo, como reportera, de un proceso inusitado y de una jornada electoral
histórica, inédita. El ataúd del PRI en el Ángel de la Independencia, los
festejos, las manifestaciones, los gritos de alegría; y la sede del PRI, en el
más absoluto de los abandonos, sumida en la oscuridad, sin bandas de guerra ni
comités de bienvenida, sin fuegos artificiales ni pancartas, sin música ni
aplausos; sin multitudes acarreadas o advenedizas. Era un desierto aquello y el
silencio sepulcral.
Muchos creímos que finalmente habíamos llegado a la tan anhelada democracia
gracias a las instituciones y a los marcos legales que nos habíamos dado; el
IFE vivía tiempos de gloria y México alcanzó reconocimiento en el concierto
mundial; hasta de naciones árabes fueron requeridos los consejeros del
organismo como asesores. Fuimos ejemplo.
Sin embargo, no pasaron ni tres años cuando el desaliento volvió a
atraparnos. De pronto supimos que con votar no bastaba y que el poder y sus
inconsecuencias, inconsistencias y rarezas, era capaz de transformar en rata a
la más bella mariposa; de que al llegar al poder, era fácil claudicar y olvidar
a la sociedad.
Han pasado 15 años desde entonces y la realidad ahora es de una clase
política perversa, descompuesta, en la que, si acaso, hay excepciones que poco figuran
porque el margen de maniobra es escaso y porque de cualquier manera todos se
suben —se tienen que subir— al carrusel de la abyección y la ignominia. Dicen
que sólo-así-se-puede-llegar.
Nuevamente el desaliento campea y en redes sociales y en conversaciones privadas,
aparece, por un lado, la percepción aquella de certidumbre electoral, de rutina
y monotonía, de brazos bajados y de mirada incrédula y desesperanzada; y, por
otro, algunos activistas promueven el abstencionismo consciente o el voto nulo
aun a sabiendas de que ambas opciones benefician al partido con el voto duro
más abultado; y entonces están entre esa posibilidad y la de avalar con su
ejercicio ciudadano, un sistema electoral caduco, obsoleto, tan pervertido que
no corresponde con la realidad.
El recuento es breve pero creo que nos permitirá a muchos recordar lo que
ha pasado en los últimos años y percatarnos de que a la clase política no le
importa, y tan no le importa este desaliento de la ciudadanía, que está de
lleno enfrascada, aun antes de empezar, en una guerra soterrada que a partir
del 5 de abril será franca y abierta, sin consideración alguna para con los
electores. Y estamos tan hartos, pero a ellos, no les importa.
Publicada en El Informador el sábado 28 de marzo de 2015.