Ciudad Adentro
Una de las ideas
reiteradas de Andrés Manuel López Obrador ha sido esta, la de acabar con la
corrupción. Por casualidad, hace unos días, me encontré en mi propio archivo un
audio del hoy Presidente de México pero de 2007, en el que se refería a la
corrupción que ha imperado; ya con una búsqueda exprofeso, resulta que conservo
otras grabaciones y textos de coberturas añejas, tanto de él como de Vicente
Fox, Francisco Labastida, Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo, entre
otras (hay una del cardenal Juan Sandoval Íñiguez), todas contra la corrupción
o con promesas de combate.
Lo sabemos, el
diagnóstico está hecho y es algo que vivimos y sufrimos cotidianamente como
víctimas de corrupción o como actores de ese tipo de prácticas, todas
relacionadas, a su vez, con la actuación u omisión de las autoridades.
Es difícil, muy,
dudo que sea posible en un sexenio acabar con la corrupción y no creo que en el
Poder Ejecutivo se ignore tal complejidad y todas las variables asociadas. Lo
sabemos, pero además de que cada quien haga su parte tendría que haber una
especie de reconocimiento de que no es posible, para no alimentar falsas
expectativas (hay quienes lo creen) por un lado y, por otro, tampoco alimentar
el discurso hasta burlesco de la oposición.
Por supuesto que
la corrupción no es un asunto cultural en el sentido en que lo dijo alguna vez
el expresidente Peña, dando a entender, incluso, que formaba parte de nuestra
idiosincrasia. No concuerdo con eso, sin embargo, si hay antecedentes
históricos muy antiguos que dan cuenta de estas prácticas, siempre en las
esferas de poder y las burocracias.
En una
investigación por demás interesante de cuatro historiadores publicada por el
Instituto de Historia de Simancas de la Universidad de Valladolid, se narra
cómo desde fines del siglo XV, cuando el surgimiento del imperio español, se
dieron prácticas de corrupción para
hacer valer el “poderío real absoluto”, es decir, en términos actuales, la
corrupción está estrechamente vinculada con gobiernos autoritarios (despóticos
o absolutistas… son parientes). La siguiente cita es emblemática y
significativa: “Si se define corrupción
de forma general, como transgresión de normas por parte de agentes de vigilar
el bien público en detrimento de este bien público, encontramos que ya desde la
antigüedad existen normas que reglamentan el ejercicio de la función pública,
ya sea por legislación civil, ya sea por normas éticas y religiosas […]. Lo
esencial de estas normas se refiere a la imparcialidad de la justicia cuya violación
se censura siempre”. Es pues, algo añejo.
En el mismo
artículo académico se hace referencia a la maquinaria administrativa, a
funcionarios y a gestión burocrática y términos por el estilo que confirman la
relación de autoridades y/o gobernantes y sus respectivas burocracias, con la
corrupción.
En la medida en que las instituciones funcionen
como deben, que no sea necesario para los burócratas pedir ni para los ciudadanos ofrecer, que se
resuelven los trámites en tiempo y forma, con la tardanza normal derivada de la
demanda rutinaria, no tendría por qué haber prácticas corruptas; si además las
cabezas son ejemplo de honestidad y cumplimiento del deber, las cosas se
podrían facilitar y acelerar, pero sigo pensando que es difícil.
Hace unas
semanas, en la Cumbre de Negocios que se celebró aquí en Guadalajara, uno de
los ponentes fue Max Kaiser, encargado del área de Anticorrupción del Instituto
Mexicano de la Competitividad. Él dijo lo siguiente. “La frase acabar con la corrupción está destinada
al fracaso”. Y propuso, para empezar a combatirla con éxito, cuatro acciones
muy claras: contener, controlar, reducir el impacto y hacerla más cara. En el
caso de la primera, se trata de contener su expansión, es decir, que no cunda
más; la segunda, el control, implica implementar mecanismos de vigilancia y de
supervisar con lupa, por ejemplo, el sistema de contrataciones de servidores
públicos; la reducción del impacto, dijo Kaiser, quiere decir reducir el número
de casos y acortar hasta detener su permanencia y, finalmente, que sea más
cara, es decir, que los castigos o sanciones por casos de corrupción sean
verdaderamente inhibidores de caer en esas prácticas o de seguirlas ejerciendo,
detenerlas cuanto antes. Por ejemplo, que pierdan sus empleos y la capacidad “de
volver a hacer daño al Estado” además de quitarles lo que se llevaron.
Me parece
imprescindible que el equipo de AMLO considere estas propuestas que no sólo son
eso, sino que además incluyen método y estructura. Tendrían que aplicarse estas
cuatro acciones de manera simultánea junto con la operación transparente y eficiente
de las instituciones y el ejemplo. Sólo así se podría pensar en acabar con la
corrupción, en empezar a acabar con la corrupción, mejor dicho.
Columna publicada en El Informador el sábado 15 de diciembre de 2018.