viernes, 21 de diciembre de 2018

Acabar con la corrupción


Ciudad Adentro

LAURA CASTRO GOLARTE (lauracastro05@gmail.com)


Una de las ideas reiteradas de Andrés Manuel López Obrador ha sido esta, la de acabar con la corrupción. Por casualidad, hace unos días, me encontré en mi propio archivo un audio del hoy Presidente de México pero de 2007, en el que se refería a la corrupción que ha imperado; ya con una búsqueda exprofeso, resulta que conservo otras grabaciones y textos de coberturas añejas, tanto de él como de Vicente Fox, Francisco Labastida, Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo, entre otras (hay una del cardenal Juan Sandoval Íñiguez), todas contra la corrupción o con promesas de combate.
Lo sabemos, el diagnóstico está hecho y es algo que vivimos y sufrimos cotidianamente como víctimas de corrupción o como actores de ese tipo de prácticas, todas relacionadas, a su vez, con la actuación u omisión de las autoridades.
Es difícil, muy, dudo que sea posible en un sexenio acabar con la corrupción y no creo que en el Poder Ejecutivo se ignore tal complejidad y todas las variables asociadas. Lo sabemos, pero además de que cada quien haga su parte tendría que haber una especie de reconocimiento de que no es posible, para no alimentar falsas expectativas (hay quienes lo creen) por un lado y, por otro, tampoco alimentar el discurso hasta burlesco de la oposición.
Por supuesto que la corrupción no es un asunto cultural en el sentido en que lo dijo alguna vez el expresidente Peña, dando a entender, incluso, que formaba parte de nuestra idiosincrasia. No concuerdo con eso, sin embargo, si hay antecedentes históricos muy antiguos que dan cuenta de estas prácticas, siempre en las esferas de poder y las burocracias.
En una investigación por demás interesante de cuatro historiadores publicada por el Instituto de Historia de Simancas de la Universidad de Valladolid, se narra cómo desde fines del siglo XV, cuando el surgimiento del imperio español, se dieron prácticas de corrupción  para hacer valer el “poderío real absoluto”, es decir, en términos actuales, la corrupción está estrechamente vinculada con gobiernos autoritarios (despóticos o absolutistas… son parientes). La siguiente cita es emblemática y significativa: “Si se define corrupción de forma general, como transgresión de normas por parte de agentes de vigilar el bien público en detrimento de este bien público, encontramos que ya desde la antigüedad existen normas que reglamentan el ejercicio de la función pública, ya sea por legislación civil, ya sea por normas éticas y religiosas […]. Lo esencial de estas normas se refiere a la imparcialidad de la justicia cuya violación se censura siempre”. Es pues, algo añejo.
En el mismo artículo académico se hace referencia a la maquinaria administrativa, a funcionarios y a gestión burocrática y términos por el estilo que confirman la relación de autoridades y/o gobernantes y sus respectivas burocracias, con la corrupción.
En  la medida en que las instituciones funcionen como deben, que no sea necesario para los burócratas pedir  ni para los ciudadanos ofrecer, que se resuelven los trámites en tiempo y forma, con la tardanza normal derivada de la demanda rutinaria, no tendría por qué haber prácticas corruptas; si además las cabezas son ejemplo de honestidad y cumplimiento del deber, las cosas se podrían facilitar y acelerar, pero sigo pensando que es difícil.
Hace unas semanas, en la Cumbre de Negocios que se celebró aquí en Guadalajara, uno de los ponentes fue Max Kaiser, encargado del área de Anticorrupción del Instituto Mexicano de la Competitividad. Él dijo lo siguiente. “La frase acabar con la corrupción está destinada al fracaso”. Y propuso, para empezar a combatirla con éxito, cuatro acciones muy claras: contener, controlar, reducir el impacto y hacerla más cara. En el caso de la primera, se trata de contener su expansión, es decir, que no cunda más; la segunda, el control, implica implementar mecanismos de vigilancia y de supervisar con lupa, por ejemplo, el sistema de contrataciones de servidores públicos; la reducción del impacto, dijo Kaiser, quiere decir reducir el número de casos y acortar hasta detener su permanencia y, finalmente, que sea más cara, es decir, que los castigos o sanciones por casos de corrupción sean verdaderamente inhibidores de caer en esas prácticas o de seguirlas ejerciendo, detenerlas cuanto antes. Por ejemplo, que pierdan sus empleos y la capacidad “de volver a hacer daño al Estado” además de quitarles lo que se llevaron.
Me parece imprescindible que el equipo de AMLO considere estas propuestas que no sólo son eso, sino que además incluyen método y estructura. Tendrían que aplicarse estas cuatro acciones de manera simultánea junto con la operación transparente y eficiente de las instituciones y el ejemplo. Sólo así se podría pensar en acabar con la corrupción, en empezar a acabar con la corrupción, mejor dicho.

Columna publicada en El Informador el sábado 15 de diciembre de 2018.

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