domingo, 26 de junio de 2022
¿Para qué sirve la oposición
Con mucho gusto les comparto que desde el 12 de junio, un domingo sí y uno no, aparecerá la columna Continuum en el Semanario de la Arquidiócesis de Guadalajara, agradezco el espacio y la oportunidad de establecer contacto con los lectores. Como siempre, a su consideración.
Continuum
Laura Castro Golarte[1]
Después de las
elecciones del 5 de junio pasado en seis estados de la República, al
triunfalismo inicial de la alianza Va por México que ganó dos de seis (o perdió
cuatro de seis), siguió una reacción que revela la degradación de los partidos
mal llamados de oposición en México. Una actitud lo más alejada (de por sí) de
los intereses y preocupaciones de los mexicanos: decretaron una “moratoria
constitucional”.
¿Para qué sirve la
oposición? La verdad es que en México no tenemos mucha experiencia, como
ciudadanos, en cuanto a la operación de partidos de oposición. Se supone que
deben actuar en función del mandato popular, por supuesto, en defensa de las
necesidades e intereses de la sociedad a la que se deben. Se supone también que
deberían despertar una especie de aliento y confianza social porque les
corresponde actuar como contrapeso de los ejecutivos para que no abusen del
poder. Sin embargo, nunca o casi nunca se han comportado de esa manera ¿alguien
tiene en mente alguna acción de los partidos de oposición emprendida en función
del interés nacional? ¿Alguien? ¿alguna? ¿En nuestra historia reciente?
Remarco: interés nacional.
En regímenes
parlamentarios, por lo general, la oposición no sólo funciona como contrapeso
del gobierno en turno sino que es gobierno. Comparte responsabilidades al
ocupar puestos en el gabinete del primer ministro en turno para llevar adelante
agendas ambientales, progresistas, sociales, económicas y/o diplomáticas; para
llegar a acuerdos, para definir programas y políticas en beneficio de la
sociedad a la que se deben.
En México no es
así y no ha sido hasta donde tengo memoria y conocimiento histórico con alguna
rara excepción quizá perdida en el tiempo. Por supuesto no me refiero al
régimen parlamentario sino a la actitud de la oposición. Dividida en facciones
desde antes de la consumación de la Independencia cuando empezaba el siglo XIX,
la clase política nacional, entre que de buena fe, ingenua, “soñadora” de uno o
de otro proyecto de nación y no dudo que también perversa, no ha puesto por
encima de intereses de cualquier índole, el bien superior de la nación. Es
probable que, en algunos momentos, algunos personajes, hayan creído que lo
hacían, o lo hicieron efectivamente pero duró poco. Han sido más fuertes y
profundas las diferencias, la mezquindad y un orgullo mal entendido que han
convertido en eterno aquel anhelo de que México formara parte del conjunto de
naciones civilizadas.
Vivimos algo muy
similar en estos días. La “oposición” realmente derrotada en las elecciones del
5 de junio (desde 2018 los partidos en esa posición siguen en la lona), ahora
se pone de acuerdo para frenar cualquier iniciativa del Ejecutivo federal que
implique reforma constitucional. No importa si es buena, si es necesaria; si no
está tan bien pero se puede mejorar. Descalificación a priori, no más
porque sí. Muy lejos están de actuar como debería una oposición que se precie
de serlo, con trabajo legislativo y político, especializado, sin olvidar que en
el centro de todo deberíamos estar los mexicanos. El rechazo es ciego,
irracional, sin argumentos de peso y sin considerar el sentir de los ciudadanos
a los que deberían representar; así actuaron con la reforma energética.
En los tiempos que
corren, de los que somos testigos mudos e impotentes, la oposición no sirve ni para
aliarse y ganar elecciones, mucho menos para atender reclamos ciudadanos añejos
y ni qué decir para actuar como contrapeso del Ejecutivo. No sirve más que para
cobrar por nada.
* Esta columna se publicó el 26 de junio de 2022 en el Semanario de la Arquidiócesis de Guadalajara.
Renovación constante
Continuum
Renovación constante
Laura Castro Golarte[1]
La organización de las elecciones en
México ha estado sometida a sucesivos cambios, más o menos significativos,
desde fines de los años setenta del siglo pasado; no abordaré aquí el paso de
las elecciones indirectas a las directas, ni las limitaciones para ejercer el
sufragio que se imponían a los ciudadanos en el siglo XIX, ni la resistencia y
posterior “permiso” para que las mujeres pudieran votar o las reformas en los
años sesenta para garantizar la permanencia del PRI como partido hegemónico.
Todos son, sin
dudas, aspectos importantes en la historia de las elecciones en México, sin
embargo, dada la información coyuntural, quiero mejor llamar la atención sobre
esto: las reformas han sido constantes porque se trata de un quehacer nacional
dinámico y sujeto a revisiones de forma permanente, justo por la manera en que
se ha dado. Quizá muchas personas no lo recuerden o se trata de nuevas
generaciones que no disponen de tal información, pero toda la parafernalia
electoral ha estado sometida a constantes modificaciones y reformas: 1964,
1977, 1987, 1990, 1993, 1996, 2008, 2012, 2014 y 2020 más la que se discute.
Aun cuando en el
sexenio de José López Portillo (1976-1982) los cambios legales en materia
electoral abrieron el espectro de la participación política a través de otros partidos,
la organización de los comicios siguió bajo el control del Gobierno federal. La
máxima autoridad en la materia era la Secretaría de Gobernación y así lo fue entre
1946 y 1996. Cincuenta años de control directo para asegurar que el PRI siguiera
en el poder con mayoría absoluta y calificada en el Congreso, por supuesto.
Esta realidad fue la que llevó a Vargas Llosa a afirmar que el gobierno de
México era una dictadura perfecta.
En este periodo
las reformas en materia electoral han sido alrededor de una decena. Algunas de
ellas regresivas, particularmente las tres anteriores a la de 1996; y otras han
representado logros y avances fundamentales en materia de equidad y género por
ejemplo. Aun así, siempre hay pendientes: lagunas que llenar, defectos que
corregir, nuevas realidades que asumir, blindajes que diseñar; grietas, por
donde se podría colar un fraude electoral, que sellar; innovaciones para
modernizar y mejorar, entre otros aspectos que de pronto y, apenas, saltan a
partir de la última elección.
En México, lo
sabemos, más tarda en estrenarse un marco legal para las elecciones que vienen,
que los partidos en buscar la manera de darle la vuelta. En nuestro país las
leyes electorales deben estar en constante renovación y cambio. No hay de otra.
Ojalá el ingenio para violar la ley, elección tras elección, se usara en actividades
más creativas, honestas y de beneficio generalizado. El IFE funcionaba bien,
más todavía con la creación del servicio electoral de carrera, pero como sí
estaba dando resultados a favor de un sistema plural, transparente y cada vez
más robusto, los partidos se propusieron, con una disciplina que pasma, echarlo
a perder. La reforma que se anuncia no es para desgarrarse las vestiduras, es
parte de un proceso permanente. Están en la mira las propuestas y los actores.
Alguna vez entrevisté a José Woldenberg, justo en el proceso electoral del año 2000 cuyos resultados fueron históricos, y él me dijo en aquella entrevista: “La confianza no se gana de una vez y para siempre” es un edificio que hay que construir y reconstruir todos los días.
* Columna publicada el 12 de junio de 2022 en el Semanario de la Arquidiócesis de Guadalajara.