lunes, 18 de enero de 2010

Haití

LAURA CASTRO GOLARTE

La pobreza de Haití es añeja y crónica. Desde hace décadas sabemos que la gente se muere de hambre, que come pasteles de lodo, que la esperanza de vida es apenas de 50 años; que 47% o más de los habitantes padece desnutrición y más de 80% de la población está sin trabajo. En esa misma proporción los niños no van a la escuela.
Las condiciones de vida de los haitianos antes del terremoto del martes pasado ya eran de terror. Se agotan los calificativos para atinar a describir lo que viven y sufren alrededor de nueve millones de seres humanos en ese punto geográfico del planeta.
Y es ahora, después del sismo, que la comunidad internacional, especialmente las naciones, instituciones y comunidades más poderosas, hacen gala de su generosidad. ¡Qué bueno! Pero sigo sin entender ¿por qué hasta ahora? ¿Por qué después de una tragedia? ¿Por qué con más de 100 mil muertos?
Muchos han ayudado a Haití antes, pero la situación no cambia y se parece a la realidad que viven millones de africanos. De fundaciones, campañas, donativos, misiones, embajadores e iniciativas por el estilo se tienen noticias todos los días… nunca es suficiente; lejos de incrementarse, los indicadores de calidad de vida en esos países, empeoran. ¿Qué pasa?
La catástrofe en Haití es un llamado de atención con sentido de urgencia, para la humanidad. No tendrían que ser así las cosas, hay riqueza suficiente en el mundo para abatir las desigualdades. Para ayudarnos unos a otros, para preocuparnos y ocuparnos de los más desfavorecidos, no deberían existir las fronteras, ni los intereses, ni las diferencias ideológicas o religiosas. No tiene sentido.
Esa ayuda que ahora viaja hacia Haití en millones de dólares, en toneladas de alimentos, en personal médico y de rescate, debería hacer una acción cotidiana a favor de ese país y de otros, sin necesidad de tragedias, hasta que las naciones sumidas en la pobreza salgan de ella y se basten por sí mismas. Hay recursos humanos y económicos, ciencia y tecnología.
¿Es egoísmo? ¿Falta de voluntad? ¿De humanidad? ¿Qué estamos haciendo, en qué estamos pensando?
Las cosas tienen que cambiar. Y seguramente suena utópico, sin embargo, creo que es posible y que estamos a tiempo. Las desigualdades en el mundo son producto de la obsesión por más poder y más dinero, y de la corrupción.
Y sé que es complejo. Tendrían que revisarse las acciones y actitudes de la clase gobernante en los países del primer mundo y en los del último, porque una cosa es el egoísmo de los primeros y la ambición y la corrupción en los segundos.

Artículo publicado el sábado 16 de enero de 2010 en El Informador.