sábado, 27 de mayo de 2017

Nos han enseñado mal la historia III

Ciudad Adentro

LAURA CASTRO GOLARTE (lauracastro05@gmail.com)

Nos han enseñado mal la historia III

Antes de dar pie a la tercera entrega quiero agradecer los correos que he recibido de varios lectores, creo que como nunca antes sobre ningún otro tema había recibido tanta retroalimentación. Con esto reconfirmo lo que para mí es una certeza desde hace años: hay conocimiento e interés generalizado por la Historia de México. Por mi parte puedo decir que es apasionante y no me cansaré de agradecer al periodismo que desde mis inicios, por allá en 1983, me acercó a historiadores fundamentales. Quién diría que mucho tiempo después terminaría atrapada por la historia, gracias por enseñarme a amarla: Alfonso de Alba, José María Muriá y Angélica Peregrina, y a través de ellos, Luis González y González, Miguel León Portilla y Enrique Florescano. Son muchos más considerando ahora a mis profesores y tutores, pero a ellos los mencionaré la próxima semana, historiadores, profesores de historia, maestros de maestros cuya labor poco es reconocida pero es grande y trascendente. Va la tercera parte:
Después de los Tratados de Córdova en donde se proponía una solución similar a la de Portugal y Brasil; y de alguna manera congruente con lo que había propuesto el Conde de Aranda y más tarde Lucas Alamán, diputado en las Cortes de Madrid, de que México, Perú y Tierra Firme fueran reinos con monarcas de la Casa de los Borbones (autónomos pero integrados al imperio español), tuvo lugar la primera noticia de la resistencia a perder los dominios en los que no se ponía el sol: la toma de San Juan de Ulúa por el último contingente de militares españoles a dos meses escasos de la entrada triunfal del Ejército Trigarante a la Ciudad de México. No fue fácil lograr que capitularan. Sucedió al cabo de cuatro años y decenas de presos y muertos, mercado negro y el deterioro del puerto de Veracruz, el más importante en el golfo. De noviembre de 1821 a noviembre de 1825 el fuerte de San Juan de Ulúa, un sitio estratégico en materia comercial y militar, estuvo en posesión del ejército español que recibía pertrechos y refuerzos desde La Habana; y casi al final del lapso, en 1824, circuló en México otra encíclica: Etsi iam diu. La emitió el sucesor de Pío VII, León XII, para pedir a obispos y arzobispos americanos que hablaran con la feligresía y lograran desterrar a herejes y revoltosos, que reconocieran al gran rey católico Fernando VII y todo volviera a la normalidad previa a 1808.
San Juan de Ulúa, siglo XIX. Fuente: Galería Manuel Doblado-INEHRM.
El rechazo fue brutal, se justificaba al papa pero no al rey. Empezó a considerarse la posibilidad de emitir una ley de expulsión de españoles, pero cuando las reacciones a la encíclica, en México se fraguaba la república federal y no precisamente en términos de paz y armonía. Las resistencias eran fuertes.
Falló la carta papal y aumentaron las conspiraciones, las reales y las imaginadas. Después de la capitulación de los españoles en San Juan de Ulúa, la desconfianza era grande y se llegó a proponer trabajar por la independencia de Cuba o por dominarla, para quitarle a España ese punto de apoyo. Por lo pronto, Guadalupe Victoria reforzó la presencia militar en Yucatán.
Sostiene Harold Sims, el autor de La Reconquista de México. La historia de los atentados españoles, 1821-1830, que un gran error que impidió que España reconociera pronto a México como país independiente, y que, por ende, el rey no cejara en sus intentos de  reconquista, fue la mala representación diplomática de México en Europa derivada de la lucha encarnizada entre yorkinos y escoceses o, lo que es lo mismo, entre liberales y conservadores o entre federalistas y centralistas.
Una conspiración efímera, aparentemente inocua y de un solo hombre, el padre Joaquín Arenas en 1827, fue la causa de que, por fin, se emitiera una ley de expulsión; de que las divisiones entre yorkinos y escoceses se acentuara (se acusaron mutuamente de la conspiración), lo mismo que el odio contra los gachupines, pero al mismo tiempo ofreció información a españoles expulsos e informantes del rey, de que las élites políticas en México estaban enfrentadas a muerte, literal, y que sería fácil recuperar “el reyno rebelde de la Nueva España”, los dominios más vastos e interesantes de las antiguas posesiones americanas.
Fue así que en 1829 se emprendió la última expedición de reconquista. Duró más o menos dos meses, terminó con las amenazas españolas, elevó por las nubes a Antonio López de Santa Anna y reconfirmó, una vez más, la determinación de México y los mexicanos por permanecer libres e independientes.


Columna publicada en El Informador el sábado 27 de mayo de 2017.