martes, 27 de agosto de 2013

Enseñar a ser libres

El reto del periodismo ante las características del “lector postmoderno” (*)

Laura Castro Golarte


Hace unos dos años, en Mérida, Yucatán, mientras cubría la visita del presidente de Estados Unidos, William Clinton, a nuestro país, entré a un banco a hacer un retiro y me llamó poderosamente la atención una mujer de aspecto humilde que hacía fila junto con todos para llegar a las cajas.
Como saben, en muchas sucursales bancarias es costumbre colocar televisiones a través de las cuales se presentan las promociones y ventajas del banco en cuestión, que si las tasas de interés, que si la cuenta maestra, que si la de ahorros, que si los préstamos y los seguros. De vez en cuando transmiten algún programa deportivo (patinaje sobre hielo por ejemplo) o artístico (danza), sin embargo, en aquella ocasión sólo se transmitía un anuncio de tarjetas de crédito; terminaba el comercial y volvía a empezar; y otra vez. No sé cuántas veces lo repitieron.
En diferentes momentos, la atención de los usuarios era captada por la televisión, pero al ver que era el mismo comercial, dirigían su atención a otra cosa, era preferible mantener la mirada perdida en el horizonte de cajas que estar viendo lo mismo.
Mi atención se centró en la mujer y conforme la fila avanzaba no podía dejar de verla: como hipnotizada, asentía con la cabeza a cada afirmación que decía el locutor, para ella no importaba que fuera el mismo comercial. En varias ocasiones tuvo que ser reprendida por quienes estaban detrás de ella para que avanzara y con frecuencia prefería salir de la fila con tal de no dejar de ver la televisión y seguir diciendo que sí con la cabeza, como enajenada, como si estuviera recibiendo alguna especie de instrucción vital..
Me descubrí sorprendida y después horrorizada; me acordé de Jimmy Jones y el suicidio colectivo en la Guyana. Empecé a preguntarme si lo que estaba viendo era posible. El consuelo que encontré fue que, finalmente, la mujer era la única de entre unas cuarenta personas que estaba prendida de la televisión. Pero seguí haciéndome preguntas mientras la observaba y de tanto en tanto también era recriminada por los que estaban detrás de mí: ¿Cuánta gente habrá como ella? ¿Cuánta gente cree a pie juntillas lo que ve y escucha, lo que lee? ¿Cuánta gente deja que su vida sea manipulada por los medios? ¿Cuánta depende de ellos para tomar decisiones? ¿Para ser feliz?

Si el hombre postmoderno es un hombre vacío, sin contenido, que huye de sí mismo y se embriaga de ruido y vino, que tiene prisa por vivir y que desea estar bien informado pero no incrementar su cultura, los medios masivos de comunicación han contribuido a ello, de eso no me cabe la menor duda.
La pregunta ahora es ¿cómo los medios pueden contribuir a que los deseos del hombre postmoderno no sean la evasión, el consumo y el desenfreno, sino otros –más que deseos, ideales— que lleven hacia una vida más espiritual, llena, con contenido y valores?
El reto es grande.

El surgimiento de los primeros medios de comunicación –y remontémonos a los impresos— tuvo un objetivo muy claro que entonces se cumplía sin que nadie lo cuestionara: servicio social responsable. Durante la Revolución Francesa, los llamados “libelos” tenían el propósito de exhibir, a través de sus escritos, los excesos en los que había sucumbido la monarquía. Operaban como una especie de monitor de lo que el gobierno hacía y, en función de ello, la sociedad ilustrada tenía mejores oportunidades para exigir y el campo abierto para inconformarse.
El famoso libelo de Thomas Paine, “Sentido Común”, publicado en 1776, ejerció una influencia determinante en la sociedad estadounidense del siglo XVIII y contribuyó a la independencia de la nación más poderosa del mundo.
El propósito era hacer reflexionar a las masas a las que entonces era posible llegar. En aquellos años Paine escribió: “Vivimos tiempos que ponen a prueba el alma de los hombres...  La tiranía, como el infierno, no se dejan vencer fácilmente; pero tenemos el consuelo de que cuanto más penosa es la lucha, más glorioso es el triunfo”. Henry N. Brailsford, autor del prólogo del libro “Los derechos del hombre” de Thomas Paine, asevera: “Su folleto Sentido Común alcanzó una circulación que significa un acontecimiento en la historia de la imprenta y con él logró transformar en firmes resoluciones lo que antes de sus escritos no eran en la mente de los hombres más que ideas en formación. Habló a los rebeldes y creó una nación” (1).
Esta es la esencia del periodismo y de la labor de los medios. Son un instrumento para la democracia, así fueron concebidos, pero con el paso del tiempo, con los avances tecnológicos y la ascensión al poder de la sociedad de consumo, sus objetivos han cambiado y ahora, lejos de atender inquietudes, temores, deseos, necesidades e inconformidades de la sociedad (léase televidentes, radioescuchas y lectores) imponen sus contenidos y consolidan lo que la filósofa Ikram Antaki denominó: “mediocracia”: el gobierno de los medios, más allá del pueblo, es decir, más allá de la democracia (2).
En este tenor de ideas, el panorama es pesimista, desalentador. Los medios de comunicación se auto justifican y afirman que a los públicos se les da lo que piden, cuando en realidad, primero fue la oferta que generó una necesidad y provocó una demanda. No recuerdo haber leído en ninguna parte el momento en que las masas se manifestaron para pedir “talk shows” por ejemplo, ni programas cómicos, ni de “hits” musicales; no lo he visto tampoco en encuestas ni en estudios de mercado.
Es fácil para los medios y para muchos mal llamados líderes de opinión, alzarse como representantes de la sociedad cuando nadie les ha conferido el título oficialmente, nadie los ha nombrado ni cuentan con certificados que los avale como tales, pero se contentan con afirmar que diseñan sus programas de acuerdo a lo que la gente pide.
Suponiendo que así fuera, la respuesta de muchos representantes de medios de comunicación es irresponsable.
La misma Ikram Antaki lo ilustra: “los medios permanecen necesariamente en el nivel de la retórica encantadora que, con algo de arte, convence a los hombres tanto de una verdad como de su opuesto. Dicha democratización de la información está destinada a un grado primario del pensamiento y es, consecuentemente, la puerta abierta a todas las demagogias. El debate público se ha vuelto indigente; la razón de tal pobreza es, paradójicamente, la mayor conquista de la modernidad, esto es: la democratización de la información. Sabemos más, pero nuestro saber no es más confiable”.
Y enseguida pregunta y responde: “¿Acaso la democratización de la información es un peligro para la democracia misma? Los medios masivos de difusión son un canal abierto a la expresión democrática, pero no deben ocupar todo el terreno de la práctica democrática. El terreno de la opinión es el lugar propicio para el surgimiento de reacciones desmesuradas. Estas reacciones pretenden ser portavoces de la voluntad popular, sin tomar en cuenta que una voluntad de esta naturaleza, en cuanto se desborda, pone en peligro todo orden democrático” (3). Y esto tiene que ver con la calidad moral e intelectual, absolutamente sin garantías. La inmediatez con la que se difunden las noticias, el poco o nulo espacio para el análisis y la reflexión, la tendencia a despertar instintos y pasiones, así como reacciones instantáneas nunca producto de un ejercicio intelectual, han servido para conformar al hombre postmoderno, parte de una masa, convertido en cosa, fácilmente manipulado.
La difusión de los actos terroristas en Nueva York y en Washington, así como sus repercusiones son un claro ejemplo. La manipulación es constante y no sólo por las escenas en donde desde el Presidente de Estados Unidos hasta la gente que pasa por la calle, no pueden contener las lágrimas, sino y fundamentalmente, por la omisión de muchos datos que permitirían comprender por qué pasó en Estados Unidos lo que pasó. Han quedado en el terreno del olvido los agravios infringidos por el gobierno de Estados Unidos a otras naciones, el rencor y el odio que han generado y alimentado. Y no se trata por supuesto de alegrarse por lo que les pasó a seres humanos como nosotros, sino de medir los hechos en su justa dimensión después de un ejercicio de reflexión y análisis para el que los televidentes no han tenido tiempo ni espacio y ha sido poco inducido o motivado.

La naturaleza del periodista está estrechamente vinculada con los que deberían ser los valores de los seres humanos: independencia, responsabilidad y apego a la verdad. Cualquier periodista que se precie de tener estas características y trabajar en función de ellas, es una persona ética y la ética es la ciencia que enseña a ser “perfectiva y amorosamente feliz”.
En este orden de ideas, el reto del periodismo  ante las características del hombre postmoderno no implica otra cosa que ser fiel a la naturaleza del periodismo. En esa medida, la información que se investigue y finalmente se publique tiene que motivar a la reflexión, tiene que ser el punto de partida para que los lectores estén en condiciones de prefigurar un pensamiento propio, una idea original, una opinión valiosa. Tomando como base lo que leen –breve, gráfico y profundo para atraer su atención en una primera instancia- los lectores tienen que ser capaces de discriminar, discernir, disentir, dudar, cotejar, confirmar, comprometerse y, fundamentalmente, no dejarse atrapar por opiniones ajenas que en realidad son escenografías de una intrincada red de intereses que aguarda tras bambalinas.
Tomar de ellas únicamente lo que sirve. Podría funcionar, para ilustrar, el encantamiento denominado Imperius en las historias de Harry Potter (4), que consiste en, pese a estar bajo los efectos de una especie de hipnotismo, oponerse a la orden que llega desde afuera y tomar decisiones propias. Algo así le sería de gran utilidad a la mujer enajenada de Mérida.
El reto no es fácil porque para muchos medios significaría ir contra lo que han hecho hasta ahora, romper los hábitos internos y de sus auditorios, ofrecer un producto diferente, pero ante la disyuntiva que plantea la credibilidad, quiero creer que los medios, sus dueños y operadores, tendrán que buscar caminos de información muchos más responsables que contribuyan a “llenar” al hombre postmoderno, vacío por antonomasia, de contenidos valiosos y útiles que permitan rescatar el sentido de humanidad que en cada uno de los hombres se ha ido perdiendo, que se ha ido dejando como jirones, en los múltiples y muy variados instrumentos de evasión de que se dispone ahora.
La tarea no es sólo de los medios, es también de los gobiernos, de sus sistemas educativos, de sus leyes, pero a los medios toca ahora asumir una responsabilidad histórica, la de convertirse en  promotores de una mejor sociedad.
Y de todos los medios, son los impresos los que sin duda tienen una responsabilidad mayor, porque es a través de las palabras que se generan los vasos comunicantes, y si las palabras permanecen y se guardan, mucho más fácilmente que las imágenes, hay más probabilidades de que el mensaje llegue y se quede.
Giovanni Sartori, el politólogo florentino, publicó en 1997 el libro “Homo videns. La sociedad teledirigida” en donde se centra en la televisión bajo el siguiente argumento “la tesis de fondo es que el video está transformando al homo sapiens, producto de la cultura escrita, en un homo videns para el cual la palabra está destronada por la imagen. Todo acaba siendo visualizado. Pero ¿qué sucede con lo no visualizable (que es la mayor parte)? Así, mientras nos preocupamos de quién controla los medios de comunicación, no nos percatamos de que es el instrumento en sí mismo y por sí mismo lo que se nos ha escapado de las manos”.
Y después de citar a Baudrillard (“La información, en lugar de transformar la masa en energía, produce todavía más masa”), Sartori es contundente: “Es cierto que la televisión, a diferencia de los instrumentos de comunicación que la han precedido (hasta la radio) destruye más saber y más entendimiento del que transmite” (5).
Realista, Sartori no plantea la destrucción de la televisión ni de internet, simplemente hace un llamado, más que a los medios, a los padres de familia y a los educadores para que las nuevas generaciones no sean denominadas video-niños, entes que reciben cantidades impresionantes de información, sin calidad, mucho antes de aprender a leer y a escribir; es una exhortación para que no se destruya el saber y el entendimiento, para que la información a la que estamos expuestos sea útil, una característica que sólo se podrá conseguir mediante el ejercicio de la inteligencia y del libre albedrío, esa libertad que busca la verdad para crecer y para la que Thomas Paine imaginaba un alto precio: “Los cielos saben poner el precio que corresponde a sus mercancías y, naturalmente, muy extraño sería que artículo tan celestial como la libertad, no tuviera un alto precio” (6).
El reto es escribir para hombres esclavos de sí mismos, de la sociedad de consumo y de los medios electrónicos, para que paguen el precio, más que de múltiples e inútiles pertenencias, de la libertad que ofrece el simple hecho de pensar. 

NOTAS

(1)    Thomas Paine. Los Derechos del Hombre. Fondo de Cultura Económica. Introducción de H.N. Brailsford. 1986.
(2)    Ikram Antaki. El manual del ciudadano contemporáneo. Ariel. 2000
(3)    Ibid.
(4)    J.K. Rowling. Harry Potter y la piedra filosofal, Harry Potter y la cámara secreta, Harry Potter y el prisionero de Azkaban y Harry Potter y el cáliz de fuego. Océano. 1999, 2000 y 2001.
(5)    Giovanni Sartori. Homo videns. La sociedad teledirigida. Taurus. 1997.
(6)    Thomas Paine. Los Derechos del Hombre. Fondo de Cultura Económica. Introducción de H.N. Brailsford. 1986.


* Participación en un encuentro con estudiantes del Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Monterrey (ITESM), campus Guadalajara, noviembre de 2006.